Racing Club El Primer Grande

El contador de hazañas

Una nota de Hernán Casciari sobre el momento de Racing Club.

Milito y Saja festejando.

Cambió todo en los últimos trece años, menos Diego Milito, que sigue parado en el mismo costado del área grande, esperando la oportunidad de meterla contra un palo. Ni siquiera se quedó pelado, ni le salieron canas. Está igualito. Yo engordé como un chancho en trece años y él está igualito. Debe haber alguna foto suya envejeciendo en un sótano de Avellaneda, como un retrato de Dorian Gray. Pasaron trece años.

La última vez que Racing salió campeón yo ya vivía acá, en Barcelona. Era diciembre, también; hacía un frío de cagarse. Yo era nuevito en Europa y estaba triste. Alguna vez conté esa historia, acá en el blog.

Argentina se estaba derrumbando, hubo cinco presidentes en una semana y yo vi el partido en un bar, bien de noche, y no me hizo feliz ver toda esa fiesta, ni toda esa desgracia, del otro lado del océano.

Pensaba todo el tiempo en mi viejo, en Roberto Casciari, que estaba en Mercedes viendo el partido solo, en casa. O por ahí no estaba solo, pero estaba sin mí. Así que me puse a llorar en ese bar, cuando terminó el partido. Yo nunca había visto a Racing salir campeón, pero no me estaba haciendo bien verlo.

Cuando era chico mi viejo me contaba epopeyas gloriosas: el tricampeonato 49-50-51, la hazaña gigantesca en el ’66, el partido contra el Celtic en el Centenario, la leyenda de Orestes Corbatta, la precisión del Mariscal Perfumo, que iba solo contra todos. Yo lo escuchaba como quien oye cuentos de dragones. Y él me decía: «No te preocupes, negrito, alguna vez lo vas a ver con tus propios ojos».

Pensé en eso anoche, cuando terminó el partido en Rosario y Racing quedó a un punto de volver a ser campeón la semana que viene. Si hubiera estado conmigo, viendo el partido, Roberto me habría dicho:

—En 1971, cuando naciste, jugamos un partido así, contra Central en Arroyito; a los 42 del segundo tiempo nos echaron al arquero y se puso los guantes el Chango Cárdenas, ¡y atajó un penal! Ganamos dos a uno.

El contador de hazañas: mi viejo siempre tenía una historia alusiva. Todo lo que sé de fútbol, que es muy poco, me lo contó él cuando yo era chico.

Y con los años descubrí que lo más probable es que no me hubiera gustado mucho este deporte si yo hubiera nacido huérfano, o si hubiera tenido un padre de esos que los domingos, en vez de prender la radio, leen a Dostoievski. Pensé en todo eso anoche. Pero sobre todo pensé en el domingo que viene, y en lo que me cambió la vida en trece años.

Ya no tengo un padre, por ejemplo. Ni cerca, ni lejos; ni en el sillón de al lado, ni a doce mil kilómetros. No tengo más al tipo que me inyectó esta especie de religión pelotuda de pensar la vida en celeste y blanco, de a tres puntos, cada cuatro años. No tengo a nadie a quien llamar por teléfono si la semana que viene River no nos alcanza.

Tampoco me siento sapo de otro pozo cuando hace frío en diciembre. Ya no estoy incómodo en país visitante. Ya no extraño con desesperación a Buenos Aires porque viajo cada dos meses.

Ya no hay cinco presidentes de apellidos distintos en una semana, sino todo lo contrario: hubo apellido solo con dos caras. Ya no hace falta que busque un bar mugriento en Barcelona para ver salir campeón a Racing, porque lo puedo ver tranquilo, desparramado en el sofá de casa, en alta definición, con sonido envolvente; porque los satélites y el wi-fi mejoraron un montón en trece años.

Y además me apareció una hija, que por ahí el domingo que viene se sienta a ver el partido conmigo, o me hace pastafrola, o me ceba un mate. Es decir: creo que ahora el padre soy yo: el contador de hazañas.

Igual no sé por que, si todo está mejor que antes. No sé por qué me vuelve a dar tristeza que haya olor a campeonato y otra vez me falte Roberto.

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Fuente: Orsai

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